En
una línea de tiempo, nos encontramos en ese punto donde el caer de la noche
con una cena en familia, es una
bienaventuranza; donde el dormir en silencio, dando reposo a nuestros
pensamientos y sentimientos, se ha convertido en un estado sagrado, casi a una
altura inalcanzable para cualquiera que entienda lo que está sucediendo, para
cualquiera que entienda que el mundo, y en una muestra más empírica y mensurable,
que Venezuela, ya no es ese lugar donde algunos deseamos sembrar nuestros sueños y
verlos crecer.
Sin
embargo, entendemos el valor de la vida, lo entendemos y nos adaptamos, como
seres razonables destinados a luchar. Aun así, comprendemos el significado de una
sonrisa como fuerza proveniente de los llamados momentos felices; aun así, somos
la consecuencia gradual de la más
hermosa cualidad del ser humano, aquella que éste presume, cuando enaltece la
vista y ante una caída, resurge cual ave fénix. Somos seres destinados a luchar
en este escenario violento disfrazado de tan correspondiente rutina, y en donde
cualquiera que sea la causa, se ha convertido en una obligación, y más que ello, en un
compromiso, extraer de ella el origen de su naturaleza: el bien o el mal.
No
es un secreto que en tiempos remotos y en días actuales, éstos no han sido más que
conceptos ambiguos que para nada tiene que ver con la ventura de unos, y la
desdicha de otros. Así de comprometido está todo, el dantesco todo, producto de
esta sociedad en parte pervertida y en parte tribulada, siendo esta última celadora de un grupo de
personas de estimación cuantitativa desconocida y valoración cualitativa en
observación. Quienes pertenecemos a ella, por supuesto, y quienes soñamos con
nuestros ideales, nos encontramos subordinados ante la embarazosa situación de
encarcelamiento y opresión total del vivir y del hacerlo con plenitud. Se nos
ha olvidado lo que es el don de la vida, se nos ha olvidado vivir.
Nos hemos transformado en objetos mecanizados
y dinamizados por la acción del material palpable, del elemento valioso que
nos concatena de manera cíclica, convirtiéndonos en su execrable condena cuando nos resistimos a
perder o a vivir sin aquello que nos
hace lucir aparentemente refinados, coherentes y de alguna forma en armonía y
en desarrollo paralelo con los avances de la ciencia y de la tecnología. Por
otra parte, de manera contrastante, nos vemos vinculados al auge de una
sociedad aparentemente definida en el marco de la Ilustración, cuyas premisas
nos evoca a la imagen de una sociedad civilizada, entendiendo por
civilización, según el diccionario de la RAE al “Estadio cultural propio de las
sociedades humanas más avanzadas por el nivel de su ciencia, artes, ideas y
costumbres”.
Desde el principio de nuestra
formación, se nos ha hecho hincapié en el aprendizaje de este concepto,
demostrando en la práctica del día a día, cuán suspicaces somos a la hora de
manifestarnos como seres culturizados y en sano juicio del uso de nuestras
facultades intelectuales, y a veces, instintivas.
Hoy en día, la práctica nos ha
demostrado que somos el producto de una sociedad carente del
‘objeto civilizado’, que no pasa a ser más que la definición expresa del
‘hombre’. Un hombre que en su intento de sobrevivir, se encuentra enajenado de sus orígenes, y
desconectado de forma significativa de sus conciudadanos.
Somos
una sociedad carroñera y egoísta, cuyo individuo 'yoísta' actúa bajo el lema del
atajo raudo y por encima de sus coterráneos para alcanzar la satisfacción
personal; donde el acto de vivir es lo más similar a una carrera de lobos hambrientos
en busca de su presa para poder subsistir. ¡En esto nos
hemos convertido!, somos parte de una sociedad que rápidamente ha suplido la
palabra vivir por sobrevivir.
Por otra parte, el intento de ‘ser’ en un mundo desemejante al
aquel concebido en la época de la niñez ya no es la causa de nuestros desvelos. Tampoco
lo es el desafío de ampliar horizontes en un mundo que se muestra tan frío y ruin, donde
el miedo al fracaso no es el protagonista de la cuesta abajo en el
alcance de un objetivo. Nos hemos convertidos en objetos inanimados e indiferentes
con un común objetivo: sobrevivir, por encima de todo.
Es
una pena producir tan desalentado discurso con miras hacia la incesante malicia y
vileza al cual estamos sometidos. Somos cautivos de un país que día a día nos
recibe en su amanecer y nos despide al anochecer con un episodio de violencia,
producto de las abominaciones aún inimaginables en el ser humano. Nos martirizamos y
cuestionamos, atiborrándonos de miedo, un miedo que se propaga rápidamente como una
pandemia cuyo objetivo es atacar en cada venezolano el apego que siente por la vida. Sin embargo, somos seres destinados a luchar.
Aún así, creemos en el don de la vida y en la oportunidad que nos ha dado
ésta de sobrevivir ante el mal; aún así, despertamos cada mañana con una misión a país en cada acción justa que emprendemos. Finalmente, entendemos que
la lucha para no ser otro objeto más despiadado de tan fastuosa vida
tiene que incrementarse; y que para mí,
como para ti, debe seguir siendo un lujo el acto de vivir y del hacerlo con plenitud, y esto es posible con cada
esperanza plantada, aquella que no se extinguirá siempre y cuando seamos capaces de
diferenciar el bien por encima del mal.
“Cualquiera que sea tu fuerza, que no se
te olvide vivir…”
Alejandra
Escorche Pons